La Cala bañista

El descendente camino encañaverado desliza al personal bañista hasta las comisuras del estrangulado mar, que no cesa de hablar con las primeras grumosidades de la arenisca pedregosa.
Una olla rocosa en forma de “U” con florituras verdosas de troncos esculpidos sin regla y escalinatas talladas desde los catalogados apartamentos lujísticos, entrecalienta a intervalos descompasados el rebrote de cuerpos semidesnudos, en el intento de morenizar al blanco cuero humano.
El estrelloso y refulgente Sol juega a lanzar ráfagas incandescentes entre densos vapores redondeados como crucíferas inflorescencias, que se desplazan a velocidad de crucero bajo la autopista libre de la estratosfera, en una interrupta jerga natural que plurifica las sensaciones internas que emanan del sistema de los sentidos a ras de piel.
Tres añiles y flacos cuerpecillos briosos desafían sin dubitages mentales a toda la sublime percepción climatosa y se aventuran heróicos a las andanzas desvergoncísticas del nudismo inocente, en contra del golpeteo amistoso de las manos líquidas que surgen de olas ensortijadas. A cada cachete de mar, unos agudos grititos de contención impregnan la atmósfera acrisolada, que con el transcurrir del tiempo indeleble, se volverán desafiantes y altivos como corresponde al individualismo personal de los más poderosos entes de las especies reconocidas.
Unos grupúsculos de bañistas aposentados sobre toalleras telas, relajan el conjunto de efluvios corpóreos en su afán yoguístico, que trata de hacerse con la ciencia de la conectividad a los elementos circundantes; otros, mientras tanto, prefieren el mutuo masajeo muscular que les prepare a la incitación seductora de la atracción molecular.
El color azul cobalto se desparrama en una horizontal semicurva que va desde el nacimiento del cielo hasta los pies del arqueado acantilado, provocando un cristalino tinte turquesa que se inicia con la textura ondulante de la carpa marina y se transforma, en la lejanía, en un vasto estrato de plata oscura sobre la cual centellean relucientes infinitud de microsoles que se bambolean al compás de las convulsas crestas espumosas. En ellas cabalgan unos aguerridos levitadores que sujetos a las bridas de sus “cométicos” corceles se desplazan sobre planchas flotantes; saltando como peces voladores por encima del farfullero oleaje.
Más al fondo, unas soterradas velas blanquecinas de corte triangular se alejan presurosas del alcance visionario; tal vez en busca de un espacio ilimitado en el que los pensamientos sin causa se ahoguen para siempre.

Bambalinas psicodélicas

El escenario dicharachero desparrama su perfume jubilado, anexionándose a la escalera que, tránsfuga, escalonea hacia el terrado del insípido bar, donde la oblicuidad de un angosto parasol acoge como refugio al despliegue compañerístico de la artista metro-sexual.
La multitud conglomerada en el ensillonado aposento, con suelo de sucia pizarra mate, vocifera bajo una parlanchina melodía ininteligible de múltiples trabalenguas. Al mismo descompás, un sonoro autobús huido de la autopista transgrede, con su concierto rugiente de ciclos mecánicos, la muralla aterciopelada del Montjuïc festivalero en ocasiones de recreación ficticia.
El destartalado espectáculo permanece mientras tanto tan hueco como un globo, en ausencia momentánea del contingente teatral . Tras las sábanas translúcidas pintorreadas con rostros agridulces, se detecta la silueta añeja de una tibia biblioteca apolillada. Adjunta, de pié, una señora periodista de Barcelona, emperifollada con guantes blancos, acuna entre sus táctiles dedos una hoja escriturada con el monólogo, que dará paso a la escenificación de la revista.
A lo lejos, en una tarde de color azul chocolate, resonando ajeno al evento, como una tormenta lejana, el bramido trompetero de un barco enfila hacia mar abierto, con quienes se han otorgado el regalo de un paréntesis en su perentorio tren de vida laboral.
El sol expira su último gramo de candela entre una nutrida formación colgante de metálicos nubarrones, dispuestos a descargar una cucharada de jarabe fluvial a través del buzón asfáltico. La clorofila hídrica aliviará de consustanciaciones fétidas los intestinos de las cloacas urbanitas y otorgará vitalidad al ecosistema vegetativo.
Mientras desfila esta pomposa cabalgata nubosa, un mirador del futuro con péndulo, se parapeta junto al obnubilado cliente en la matriz de un estrecho garito ambulante, próximo al tabernáculo de las parodias. Necesita que el diáfano vidente le tienda un puente condescendiente, entre su mundo y la cognoscitiva efervescencia del devenir suponible. Quedará holgadamente satisfecho al concluir la introspección de los tiempos y el museo de sus sueños perpetuos refluirá incondicional.
El murmullo galopante de la abarrotada sala comienza a dar paso a una lenta silenciosidad, al tiempo que un minúsculo cuarteto musical entona el prefacio del inicio teatrero. Un bebé manifiesta firmemente su postura al pataleo y la madre intenta, con un sibilino tembleque de pies y manos, sumirlo en el sopor inducido. Un último trozo de bocadillo casero, enfundado en su plástico, cae inánime en el caos de la profunda interioridad del bolso, en espera de ser reciclado para el desayuno.
Las hipnóticas fauces de la presentadora petrifican como estatuas al público birlongero, cuando su voz gorgojera, irrumpe en escena con un poema cascarria digno de la más abigarrada pluma soez. Las memorizadas estrofas deslumbran al coeficiente colectivo, que intempestivo, interfiere con una algarabía de aplausos palpitantes.
Con todos ustedes…
El tropel de vedettes uniformadas únicamente con un enorme botón pudoroso, y actores atiborrados de té con miel, va descendiendo presuroso al requerimiento popular.
Entre bambalinas, el organigrama musicalista entra en una fase de éxtasis triunfal, acompasando rítmicamente el rimbombante trasiego de movimientos corporales de rostros sonrientes. Con sutil aplomo, la pregonera figura se difumina por el trasfondo del diván.
La función ha comenzado.
 

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