Bambalinas psicodélicas

El escenario dicharachero desparrama su perfume jubilado, anexionándose a la escalera que, tránsfuga, escalonea hacia el terrado del insípido bar, donde la oblicuidad de un angosto parasol acoge como refugio al despliegue compañerístico de la artista metro-sexual.
La multitud conglomerada en el ensillonado aposento, con suelo de sucia pizarra mate, vocifera bajo una parlanchina melodía ininteligible de múltiples trabalenguas. Al mismo descompás, un sonoro autobús huido de la autopista transgrede, con su concierto rugiente de ciclos mecánicos, la muralla aterciopelada del Montjuïc festivalero en ocasiones de recreación ficticia.
El destartalado espectáculo permanece mientras tanto tan hueco como un globo, en ausencia momentánea del contingente teatral . Tras las sábanas translúcidas pintorreadas con rostros agridulces, se detecta la silueta añeja de una tibia biblioteca apolillada. Adjunta, de pié, una señora periodista de Barcelona, emperifollada con guantes blancos, acuna entre sus táctiles dedos una hoja escriturada con el monólogo, que dará paso a la escenificación de la revista.
A lo lejos, en una tarde de color azul chocolate, resonando ajeno al evento, como una tormenta lejana, el bramido trompetero de un barco enfila hacia mar abierto, con quienes se han otorgado el regalo de un paréntesis en su perentorio tren de vida laboral.
El sol expira su último gramo de candela entre una nutrida formación colgante de metálicos nubarrones, dispuestos a descargar una cucharada de jarabe fluvial a través del buzón asfáltico. La clorofila hídrica aliviará de consustanciaciones fétidas los intestinos de las cloacas urbanitas y otorgará vitalidad al ecosistema vegetativo.
Mientras desfila esta pomposa cabalgata nubosa, un mirador del futuro con péndulo, se parapeta junto al obnubilado cliente en la matriz de un estrecho garito ambulante, próximo al tabernáculo de las parodias. Necesita que el diáfano vidente le tienda un puente condescendiente, entre su mundo y la cognoscitiva efervescencia del devenir suponible. Quedará holgadamente satisfecho al concluir la introspección de los tiempos y el museo de sus sueños perpetuos refluirá incondicional.
El murmullo galopante de la abarrotada sala comienza a dar paso a una lenta silenciosidad, al tiempo que un minúsculo cuarteto musical entona el prefacio del inicio teatrero. Un bebé manifiesta firmemente su postura al pataleo y la madre intenta, con un sibilino tembleque de pies y manos, sumirlo en el sopor inducido. Un último trozo de bocadillo casero, enfundado en su plástico, cae inánime en el caos de la profunda interioridad del bolso, en espera de ser reciclado para el desayuno.
Las hipnóticas fauces de la presentadora petrifican como estatuas al público birlongero, cuando su voz gorgojera, irrumpe en escena con un poema cascarria digno de la más abigarrada pluma soez. Las memorizadas estrofas deslumbran al coeficiente colectivo, que intempestivo, interfiere con una algarabía de aplausos palpitantes.
Con todos ustedes…
El tropel de vedettes uniformadas únicamente con un enorme botón pudoroso, y actores atiborrados de té con miel, va descendiendo presuroso al requerimiento popular.
Entre bambalinas, el organigrama musicalista entra en una fase de éxtasis triunfal, acompasando rítmicamente el rimbombante trasiego de movimientos corporales de rostros sonrientes. Con sutil aplomo, la pregonera figura se difumina por el trasfondo del diván.
La función ha comenzado.

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